El espejo le devolvía fielmente la imagen de la derrota. Buscaba resquicios por los que apostar entre las arrugas de su rostro cansado, mas nada bueno parecía estar llegando. La sangre no debería destacar tanto. Su brillo carmesí es un insulto a la discreción. Volvió a sentir náuseas por tercera vez en un mismo día. Y cuatro era el límite. Una más y habría rebasado aquella línea que jamás piensas cruzar. No era una sensación normal. Nada parecido a huida de borrachera, indigestión o ambas a la vez. Perder sangre en tu lavabo a las once de la noche es lo más parecido a la soledad. No se trataba de un corte con la cuchilla de afeitar. No era una salpicadura que atrapar con la toalla. Perdía su vida con cada arcada que lo empujaba medio metro contra el cristal. Llegó a golpearse la frente en una ocasión y perder el conocimiento. Pero no pretendía escapar. Su fiel propósito era luchar contra la enfermedad. Agarrarse al borde del lavabo y retener toda la vida posible antes de expulsar otro medio litro. Medir la vida en volúmenes. Lo había estado pensando y tal vez fuera necesario buscar otro recipiente. Mejor dicho. Su alma quería pensar esto. Su cuerpo simplemente se limitaba a morir. Tres meses. Tiempo suficiente para pelear el partido hasta el descuento. Su rival se empeñaba en golpearle durante aquellos primeros minutos de juego, y realmente era difícil contener las acometidas del destino. Quince años de borracheras, noventa días de vida. Sin lugar a dudas era la peor ecuación que había intentado resolver jamás. De hecho no existían las incógnitas, por lo que se trataba de una simple igualdad. Su cerebro se negaba a aceptarlo, pero las varices esofágicas eran argumento más que convincente para creer en ello. ¿Había merecido la pena? Seguramente sí. Merecía la pena cuando tu mayor aspiración era conseguir follarte a la segunda tía que se te presentaba durante la noche (la primera siempre se trataba de un mal polvo), ponerse de mierda hasta arriba, y llegar a casa lo suficientemente cuerdo como para no dejar abierta la llave del gas. Y poco más importaba. Otra mañana más llegaría sin haber rebasado la temida línea.
Sin embargo, esta vez ocurría algo diferente. La culpa por todos sus errores buscaba expiarse por las heridas de su garganta. Una nueva arcada lo lanzó contra el lavabo, y pudo oler de cerca el miedo a que lo abandonase toda esperanza. Aquello estaba resultando peor que un mal polvo. Su miedo se coloreaba de priapismo pre-mórtem. Imaginó su cuerpo embalsamado. Sus órganos en frascos de líquidos ocre y verde. Sentía como la próxima pérdida de conocimiento, le avisaba con aquellas ideas delirantes. Escapando de los espasmos de su diafragma, se arrastró hacia el salón en busca del sofá. Conforme lo vislumbraba, la figura del mueble se transformaba en un lienzo que mezclaba algo de ataúd y mucho de unidad de cuidados intensivos. Con la boca húmeda y el salado carmesí todavía mojándole los labios, tuvo la suficiente conciencia como para marcar un número de teléfono. Si había alguien que debía conocer la hora de su muerte, esa era ella. Con el primer tono se desvaneció. Sin esperanzas. Tan sólo le quedaba la seguridad de que su ángel de la guarda conocía las llamadas sin remitente.
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