Capítulo primero
El gramófono inundaba la estancia con la voz de Robert Johnson. Un Blues que se pegaba a las cortinas y las hacía danzar con su tenue melodía. Sonaba acompasado, gráciles punteos de guitarra que se filtraban por las rendijas de las puertas. El piano acompañaba con golpes rítmicos el sonido de Nueva Orleáns. Miró por una de las ventanas entreabiertas para comprobar la calma que se había instalado en Madrid. El calor de una tarde de agosto, parecía reconfortar sus huesos enfermos. Sentado en aquella mecedora gris, encargada expresamente para escuchar Blues, veía pasar el tiempo sin mucho más que pedirle a la vida que una harmónica, y ánimo con la que poder tocarla. “Sweet Home Chicago” bailaba con el vaivén de su figura. El humo de un cigarrillo rubio describía pequeñas espirales hacia la ventana abierta tras él. Se perdía en la música, observando los anillos que saltaban sobre su cabeza. Enamorado de una mujer muerta, cuidando de un joven que aspiraba a ser el último poeta de nuestro tiempo, y con una reticencia enfermiza a acudir al médico, Joe Fisher sabia que cada tarde importaba más que la anterior, por lo que el panorama que tenía ante sí era verdaderamente excitante y perturbador. El reloj marcó las cinco con el cambio de canción. “Croos Road Blues” era la última de esa cara del vinilo. Una excusa para ordenar los pensamientos. Dos minutos y cuarenta segundos de placer, antes de abrir alguna puerta de las que lo rodeaban. Lo más seguro es que saliese al porche. Sí, iría en esa dirección. No tenía la intención de acercarse a la cocina pintada con óxido por las esquinas. Tampoco necesitaba ir al lavabo, ni entrar en la vieja biblioteca. Y ni se le ocurriría distraer a su pupilo Pequeño Lobo, en su éxtasis de creatividad. Curioso nombre artístico había buscado aquel genio salido de la nada. Recordaba haber estado leyendo Colmillo Blanco de Jack London, cuando le vio aparecer por primera vez, arrastrando un horizonte de carretera. Hacía unas semanas que su mujer había muerto, y le acababan de diagnosticar un osteosarcoma con metástasis pulmonar. La vida había decidido mostrarse especialmente dura, hasta el día en el que hizo acto de presencia aquel muchacho escuálido, con una maleta cargada de libros de poesía, y un macuto vacío de esperanzas. “Escúcheme usted, señor cansado por prosas impropias de su capacidad artística e intelectual; me llamo Jonhy Walker, como la botella de licor anciano que usa para suicidarse, o tal vez mi nombre sea atardecer de primavera como el que ahora mismo nos empuja hacia una fría noche, aunque creo recordar que este nombre no me gusta demasiado. Puede ser que me equivoque y me llame Marlon Brando,y haya venido aquí por un ajuste de cuentas de la mafia siciliana. Aunque si le soy sincero, estoy seguro de ser uno de esos lobeznos que hay en la portada del pequeño regalo que está leyendo. Sí, ahora caigo. Encantado de conocerle maestro, mi nombre es Pequeño Lobo London. Le rogaría que evitase llamarme por mi segundo apellido, ya que mi ascendencia es irlandesa y no me gusta que me insulten cada vez que quieren algo de mí”. Todo esto seguido de una naturalidad infinita para acercársele y abrazarle sincero. No tuvo más remedio que invitarle a entrar. Unos minutos más tarde, comprendió que se encontraba ante una personalidad excepcional. Aquel diamante imposible de pulir, había llegado con el rostro cubierto de suciedad y demasiada hambre encima. Y aún así, deslumbraba. Llevaban más de medio año juntos, en su vieja casa de las afueras de Madrid. Tenían más que suficiente con la jubilación y la pensión de viudedad para vivir tranquilamente. Por lo menos hasta ese momento. Con el Lobo cerca nunca se sabía que esperar. Hacías bien en disfrutar cada rato como si fuera el último, una terapia magnífica para un enfermo terminal. Así pues, se juntaron tantos factores a favor de la adopción del chico, que cuando quiso darse cuenta de lo que ocurría, ya veía paseando por su casa al hijo que nunca pudo tener.
Ya hacía más de cinco minutos que la canción había terminado, y seguía viajando entre recuerdos que disfrutaba hojear. Se incorporó débilmente y presionó el botón de “Stop” del gramófono encendido. Cojeaba más de lo que le gustaría a su pierna enferma. Y lo peor de todo, es que la otra se estaba cansando de hacer todo el trabajo sucio, y parecía querer enfermar también. “Tiene usted una variante de cáncer muy agresiva señor Fisher, seguramente metastatice en otros lugares distintos al pulmón. Sería necesario empezar lo antes posible con el tratamiento.” Tan sólo se dejó operar el tumor original. Lo demás que lo pelease su cuerpo. Si había llegado su hora, él no era quien para decidir acerca del final. Miraba con aprensión la cicatriz a nivel del muslo mientras se ajustaba las gafas impolutas al borde de su nariz. Recordó que debía dirigirse al porche para esperar alguna aventura que vivir, y que estaba desperdiciando su tiempo allí parado, pensando en enfermedades y demás cosas inútiles. Arrastró una de las zapatillas de ir por casa hasta el borde de la mosquitera, y con un leve empujón abrió la estancia, dejando entrar una brisa refrescante que escapaba del calor del verano. El sol se aferraba al cielo azul, ahuyentando nubes con determinación. Su jardín, sin embargo, parecía estar llamándolas a gritos. Contempló con lástima las plantas que no habían soportado aquel clima tan poco agradecido, y dispuso en tareas pendientes el arreglar de una vez el riego por goteo. Mas había cosas más importantes con las que invertir sus últimos meses de vida. Tal vez salvar a una doncella en apuros, o quizás ver como Pequeño Lobo ganaba un Nóbel de Literatura. Con suerte ambas cosas. Disfrutaba de unos segundos de ensoñaciones hasta que una voz lo sacó del letargo.
- Buenas tardes señor Joe. Muy buenas tardes para ser más exactos. He de decir que las isobaras se están portando excepcionalmente este año. – Un joven de ojos y pelo negro, le saludaba tapándose la mirada con una mano, evitando la luz directa del sol.
- Buenas tardes caballero. No tengo el placer de conocerle, pero veo que usted a mi sí. Y esto es sin lugar a dudas más interesante que mis tulipanes muertos. – se ajustaba el cuello de la camiseta, al caer en la cuenta de que no sabía muy bien qué aspecto estaba mostrando.
- Sin duda señor. Soy más interesante que un tulipán. – el muchacho puso los brazos en jarra aparentemente tenso. Estaba convencido de lo que acababa de decir.
- Ya veo, y cómo se llama aquel que afirma tener más interés que una de mis plantas favoritas. – Joe reía por lo bajo. Lo suficientemente bajo para que su interlocutor no lo advirtiera.
- ¡Oh dios, no me he presentado! Mi nombre es Víctor Martínez. Señor, le pido disculpas, sé que usted valora infinitamente la educación y el buen uso del lenguaje. He sido un idiota pretencioso al querer compararme con sus tulipanes. – visiblemente avergonzado miraba el suelo sin pestañear.
- Le perdono amigo. Ojalá todas las disculpas fueran tan sencillas de aceptar.- guiñó un ojo al recién conocido Sr. Martínez, y dispuso una de sus mejores sonrisas para continuar la conversación. – Bueno, y ¿a qué debo su visita? – apretó el labio inferior alzando las cejas. Una postura receptiva con la que ayudar al nerviosismo de aquél singular personaje.
- Pues, la verdad es que estoy aquí gracias a Pequeño Lobo.- un mal presentimiento recorrió el cuerpo del hombre- Es mi compañero de terapia en el centro ocupacional. Mi padre está en la cárcel, y hace unos días que discutí con mi madre. – dibujaba círculos en la tierra seca del jardín con la punta de la bota vaquera. Sus pantalones tejanos no estaban elegidos al azar. Su camiseta de Cleant Eastwood sin embargo, si que estaba fuera de lugar. La verdad es que mostraba una pinta bastante curiosa, y a Joe le costaría escuchar con seriedad la historia del muchacho, si seguía viéndole como un cowboy venido a menos.- Lobo London (no le diga que le he llamado por su apellido por favor), dijo que estaría encantado de acogerme unos días en su casa. Que usted era una persona maravillosa que amaba cultivar el talento de sus semejantes. Un elenco de virtudes con el que enriquecerse… Y aquí estoy. – paró con brusquedad al advertir la mueca de incomprensión que se había marcado en el rostro del hombre. Joe se agarraba la frente buscando una respuesta con la que largar al pobre muchacho de allí. Sin duda alguna, el especial talante de Lobo, le había hecho forjarse la falsa impresión de que aquello era algún tipo de centro de acogida. Miró con tristeza al chico. No tenía ni pies ni cabeza el hacerse cargo de dos adolescentes, y mucho menos con el futuro tan incierto que venía recortándole terreno. Además, estaba eso de la discusión con su madre. No quería que la gente hablase de él como el viejo adopta muchachos jóvenes. Ese último pensamiento fue más que suficiente para elaborar una excusa convincente en pocos segundos. Y justo cuando iba a despedir elegantemente al visitante, apareció Lobo por la puerta.
- He escuchado un viento frío acercarse, la soledad de un amigo perdido, la necesidad de sincerarse con la franqueza de un solo silbido. Oh Víctor!, amante de presiones y volúmenes, bienvenido a mi castillo en el aire, espero sepas explicarme con fórmulas y regímenes este clima que nos visita más propio del Zaire. – una reverencia que nada tenía que envidiar a cualquiera imaginada por Shakespeare, y un elegante giro para dirigirse a Joe. – Maestro, le pido con humildad que acepte en enseñanza a quien nos hará encontrar la gran verdad, es un hombre de confianza. – anotó un garabato sin sentido con su pluma en un pequeño cuaderno que zarandeaba, y bajó a acompañar al recién conocido físico, al interior de la casa.
Joe no se había movido un ápice desde que había cruzado la puerta por primera vez. Escuchaba a lo lejos la singular conversación que ambos muchachos mantenían en la habitación de Lobo, no sin antes haber hecho una visita a la despensa para abastecerse de alimentos. Palidecía ante lo acontecido. Un nuevo intruso, había tomado por albergue su casa con total naturalidad. Tenía que entrar y explicar amablemente, las innumerables razones por las cuales no podía quedarse con ellos Víctor. Su primera impresión no había sido nada buena. Para colmo, el chico había pisado una de las pocas plantas que quedaban con vida en la entrada. Aquellos cadáveres de Petunia le reclamaban venganza. De pronto, apareció Lobo; visiblemente contento, avanzando a saltos hasta el umbral de la casa. Uno de ellos, dio con lo poco que quedaba de las petunias. Se sentó en los escalones y comenzó a escribir en un cuaderno rojo.
- ¿Piensa usted oh maestro, que la ascendencia de Víctor será irlandesa? – Joe vio como garabateaba un escudo de armas, aderezándolo con versos carentes de sentido por doquier. – Personalmente me gustaría creer que así fuese. Sería el reencuentro de los dos hermanos perdidos. Sus hombros son propios de mi estirpe, de eso no hay duda alguna. Pero desconfío de su mirada cetrina. Me recuerda a aquellos de los que no hablamos. Seguramente sea eslavo, y en mi entusiasmo por encontrar una familia he tergiversado mis sentimientos. – Hizo una breve pausa para mirar directamente a Joe, que seguía allí, parado, intentando comprender lo que sucedía. – Le pregunto con franqueza, señor oh mi maestro. ¿Con qué fin, ha dejado entrar en su hogar a un sucio checoslovaco, una persona tan culta como usted?- el hombre se rascaba la cabeza, aprovechando para asegurarse, de que seguía en su sitio– Aunque si lo pienso detenidamente, no soy quien para juzgar las decisiones de alguien tan sabio.- miraba al suelo concentrándose en algo que posiblemente no existiese – He de ser gentil con los invitados, no puedo olvidar sus enseñanzas maestro. – Se levantó y arrancó la hoja en la que había estado anotando todo lo que se le ocurría mientras hablaba.- Por cierto, creo que debe dedicarle más tiempo al jardín, señor. Aquellos tulipanes han abandonado toda esperanza a seguir viviendo. Está claro que un alma en pena como la suya, no transmite nada bueno a quienes se debaten entre la vida y la muerte. Fíjese en estas petunias. Esta misma mañana me encargué de limpiarles todos sus pistilos con jardinero esmero. Y ya las ve, fue salir usted ha hacerles compañía, y muestran este estado deplorable.- ahora le miraba con preocupación, como si sospechase de algún tipo de maldición cerniéndose sobre ellos- Entienda el propósito de mis reflexiones. Sin más, me despido de su excelencia intelectual (ya sabe que su porte físico deja mucho que desear desde que el cáncer le reconcome), avisándole que volveré a la noche, tras haber instruido a los ineptos del centro ocupacional con alguna de mis geniales ideas.- dicho lo cual salió corriendo perdiendo parte de los cuadernos que guardaba en su mochila abierta. Joe no pudo hacer otra cosa que conmoverse. El muchacho, a su manera, siempre intentaba convencerle de que fuera a recibir tratamiento para su enfermedad. La metáfora de las plantas marchitándose, sin duda había sido más elegante que la vez que concretó que, el olor de la basura se acentuaba en presencia de enfermos terminales, y que su creatividad necesitaba de los cinco sentidos para funcionar a pleno rendimiento, por lo que al no tratar su cáncer, era responsable directo del fracaso artístico del chico. Rebatirle su argumento fue tan sencillo como sacar la basura antes de tiempo, así que esta vez tendría que dirigirse al invernadero, en busca de sustitutas para los cadáveres que poblaban su jardín. Pero antes, aprovecharía la ausencia de Lobo para explicar a Víctor con tranquilidad, el porqué era imposible acogerle.
Cuando hubo terminado de arrancar todas las plantas muertas, tiró de la agarradera de la puerta de entrada y comprobó que estaba fuertemente cerrada. Empujó y tiró algo confuso por no poder abrir la puerta de su propia casa. Dio un rodeo hasta la zona trasera, y comprobó como la persiana de la cocina también estaba echada abajo. Volvió al jardín y pulsó algo preocupado su propio timbre. Nadie respondía. No tenía sentido, sólo podía cerrarse desde dentro y Lobo acababa de salir. ¡Víctor!
- ¡Víctor! ¿Por qué te has encerrado en mi casa? – intentó no gritar demasiado para no mostrar el razonable enfado que iba acumulando. Aquel desequilibrado estaba ahora a sus anchas por su propiedad.
- Lobo me previno de que posiblemente usted quisiese largarme con buenas palabras. Prefiero que se lleve una mala impresión inicial a quedarme sin familia señor. – o algo parecido creyó entenderle, ya que parecía estar devastando con avidez su despensa. La vecina de enfrente había salido, oportuna como siempre, ha observar el espectáculo.
- Esto no tiene sentido muchacho. No entiendo tus motivaciones. – buscaba algún punto por el cual acceder al interior, mas todos estaban fuertemente sellados.
- Mi interés reside en encontrar un lugar donde poder dar rienda suelta a mis teorías. Le aseguro que no se arrepentirá de su decisión si me acoge. – la voz sonaba ahora más cercana, posiblemente a unos dos metros enfrente suya.- Estoy dispuesto a negociar.
- ¿Negociar? Chico, más vale que abras la puerta, o me veré obligado a llamar a la policía.- dicho lo cual, la situación empeoró notablemente.
- ¡Qué! ¡¡Policías!! ¿Dónde están? – Joe escuchaba incrédulo como se cerraban los candados desde dentro. – No me atraparán, nunca lo han conseguido, y mucho menos ahora que encontré una familia.- Esta última revelación impactó de lleno en la poca cordura que parecía albergar aquella conversación. Fisher aguzó el oído y comprobó como Víctor subía los escalones hacia la segunda planta. Siguió con la mirada el trayecto que debería estar recorriendo el singular ocupa, hasta observar atónito lo que salía por la ventana de la habitación de Lobo London. Un rifle de cazador (o eso le pareció; Joe desconocía la naturaleza de las armas de fuego), le apuntaba directamente. La vecina comenzó a gritar, y entró en su casa dando gritos, alertando a su marido y vecindario. Segundos después, el señor Rocafiel no había desperdiciado la oportunidad de sacar de su cartuchera, el revólver reglamentario de la policía de Madrid. Joe se giró lívido, intentando poner un poco de orden en el recién desatado caos. Agarraba el hombro de aquel sheriff, al que tan poca simpatía profesaba, con la esperanza de que desistiera de intervenir. Mas nada de eso ocurrió. Aquél homo erectus con bigote fascista, comenzó a disparar sobre la fachada de Fisher. Víctor se escondió rápidamente, no sin antes contestar con un cartucho, que impactó a unos centímetros de Joe. Una calma tensa les abrazó entonces. Todos los vecinos contemplaban desde una distancia prudencial, el espectáculo que se les brindaba gratuitamente.
- ¡Voy a llamar a los bomberos para que lo saquen de ahí adentro! – una anciana que vivía cuatro calles más abajo, había aparecido oportunamente para dar su opinión. Estrujaba inquieta contra su pecho, un gato que había encontrado de camino.
- Deberíamos ponernos en contacto con algo más contundente. Esos agentes con "gases lacrimales" – la señora de Rocafiel, acostumbrada como estaba a las historias de brutalidad policial, veía normal el sitiar la casa de su vecino con un grupo de asalto.
- ¡Aquí no se va a llamar a nadie! – Joe se deseperaba. Se giró y lanzó una falsa mirada de súplica al corrillo expectante. - ¿Serían tan amables de dejarme a solas con mi inquilino? – ninguna voz se alzó sobre la suya. Un silencio imposible de abordar, fue suficiente para ir despejando la entrada. El señor Rocafiel fue el último en abandonar la escena, no sin antes disparar por última vez, rompiendo el cristal de la habitación de Fisher. Murmuró alguna maldición al no haber hecho blanco, y Joe deseó no conocer a aquel grupo de gente. El estar rodeado de individuos tan “especiales”, debía de ayudarle a comprender mejor a pequeño Lobo. Sin embargo, Víctor se había convertido en la sobredosis de locura, que sospechaba que antes o después tenía que llegar. Volvió a rodear la casa con la esperanza de que nadie más tuviese la intención de interferir, y a los pocos minutos intentó establecer contacto de nuevo.
- Escúcheme Sr. Martínez, soy consciente de que debe de estar pasando un momento muy difícil. Esto se nos ha ido de las manos, y seguramente podamos reconducir con buenas palabras lo que los actos torcieron. – ninguna respuesta. Su paciencia había rebasado hace mucho el límite de la normalidad. Sin ninguna mejor idea que esperar, se sentó en el borde de su bordillo, dejando que fuera el tiempo quien solucionase aquello.
El día avanzaba, y el allanador seguía disfrutando de su trofeo sin dar señales de vida. A las nueve de la noche, el ruido de un tubo de escape lo despertó. Un motorista de pizzas a domicilio acababa de parar la moto en su puerta, y se disponía a llamar al timbre. A pesar de su asombro, Fisher fue capaz de urdir un plan para recuperar su domicilio. Sigilosamente se arrastró hacia la pared lateral que daba más cerca de la puerta de entrada, y se apostó contra el muro. El walkman a todo volumen del repartidor había sido un aliado inesperado. Escuchó como Victor hizo varias comprobaciones con la mirilla antes de abrir la puerta, y finalmente notó como giraba la llave en la cerradura. Todo ocurrió en pocos segundos. Joe se abalanzó contra la abertura como un felino acorralado, con la mala suerte de hacer tropezar al pobre chico de repartos, que lanzó todo lo que llevaba encima por los aires. Víctor (que poseía unos redescubiertos conocimientos en artes marciales), había intentado golpear al agresor, y sin embargo, le había lanzado una patada en toda la frente al pizzero. El cuerpo del chico, yacía noqueado en el suelo con trozos de pizza cubriéndole la cara. Fisher aprovechó el momento de incertidumbre para empujar fuera de su propiedad al inquilino, y cerrar la puerta con un golpe seco. Instantes después, Víctor aporreaba la puerta mientras gritaba:
- ¡Lo he matado! ¡No quería hacerlo! – Seguido de sollozos y mocos sorbiéndose – ¡El infierno se cierne sobre mí! – los gritos aumentaban de volumen ostensiblemente, volviendo a disparar los ladridos de los perros más cercanos, así como las lamparillas de noche de los curiosos. Creyendo arrepentirse de lo que iba ha hacer toda la vida, Joe volvió a dejar entrar a aquel perturbado, antes de que volviese a montar otro espectáculo.
Lobo London llegó corriendo guiado por los gritos de su camarada. Se topó de frente con el repartidor inerte, y sin dudarlo, lo asió por los hombros para entrarlo en el domicilio, haciendo uso de su propia llave. La locura se volvió a disparar. Joe miraba de reojo a Víctor, que esgrimía una pose de karateka a una distancia prudencial Al otro lado de la entrada, Pequeño Lobo marcaba una mueca de incomprensión, arrastrando al interior al pobre muchacho inconsciente.
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