El horizonte marchitaba la mirada del anciano. Poco a poco, lentamente, como aquellas velas que en una ocasión le encendió a su amada… su alma se consumía. Las olas, frugales invitadas que se divertían abriendo el camino de aquel bajel, maldito por toda la pena que lo gobernaba. Sus ojos azules miraban más allá, donde la costa abraza al desamparado corsario, donde viejas tabernas ofrecen ron con el que cubrir las heridas, donde mujeres y hombres escuchan historias mientras cobijan su dolor.
La noche avanzaba, y el candil que tenía encendido centelleaba bajo las estrellas intentando dar posición a un barco desubicado. Aquella luz se fundía con la que reflejaba Ragnarok, abandonada en cubierta, cubierta por demasiado polvo y salitre.
Su capa le envolvía y cubría gran parte de su maltrecho cuerpo. Comprendía que jamás dejaría de dolerle el brazo perdido, no más por el simple daño que causan esas cicatrices que no cierran bien, sino por como se produjo su pérdida. Nunca lo olvidaría… Sacudió la cabeza intentando apartar sus pensamientos como si de neblina matinal se tratara y apoyó una pierna en popa. La brisa del mar era tenue a esas alturas del día… Mecía sus rojos cabellos sin moverlos del sitio. Un leve balanceo bajo el sombrero pirata era el único signo que evidenciaba aquella ventina. Por fin su mente exclamaba el ansiado “Tierra a la vista!” siempre gustoso de ser dicho por un pirata como aquél.
La costa francesa mostraba sus montañas imponentes, cercando su destino por una muralla de sombras que se perdían en la inmensidad del terreno. Pensaba en ella. Esa voz maldita que había sonado inquieta en su vieja radio hace ya tantas lunas que ni lo recordaba. Resonaba en su interior el dulce vaivén de esos labios nerviosos ante el micrófono, aquella llamada de socorro tan cargada de sentimiento que era imposible no escuchar. Cuantas noches le había acompañado a la deriva el sólo traquetear distorsionado de esos suspiros parisinos. Su ilusión abandonada por el tiempo, había recuperado una llama con la que encender, su pequeña sonrisa oculta; por la perilla corsaria que le gustaba afeitarse. Evocaba la figura de la dama mientras el Ron y las gaviotas gobernaban el timón de la nave.
Realmente no comprendía que le impulsaba hacía todas esas luces que cada vez con más fuerza se vislumbraban en las playas cercanas, mas hacía tiempo que no sonreía, y pensaba que de cobardes está el mar lleno. Alcanzó la empuñadura de Ragnarok y la movió diestramente en cubierta, añorando aquellas ocasiones en las que se deslizaba por las sombras agarrándola con ambos brazos, imprimiendo mucha más fuerza a sus golpes. Su capa danzaba con sus pies, un baile maldito para sus adversarios… tantos habían caído se perdían en su mente. Desconocían la forma de batirle, tal vez, una voz hacía más mella en su alma que cien dagas afiladas, más la que ahora escuchaba le imprimía tanta fuerza que la sensación de poder alentaba su determinación hacia el firme empeño, de protegerla.
Apenas media milla le separaba ya del pequeño embarcadero, que había descubierto escondido en uno de esos mapas que su colega Braso había trazado antaño. Compañeros de profesión, no eran pocas las veces que recordaba el sufrimiento que padecía su camarada. Deseaba reencontrarse con él, presentarle esa voz que le había llevado hacia París, volver a discutir con las luces para que lo ocultaran todo, y observar como las sonrisas Sanguinarias derramaran vida por doquier. Aunaba esfuerzos por comprender a su atormentado compañero. Tantos recuerdos.
Ya avistaba las amarras, por lo que se dispuso a atracar. Iba de aquí a allá con pasos expertos, empero maldiciendo la inutilidad de su miembro arrancado por la malicia humana. Dispuesto a desembarcar una mano le recibió inclinada hacia él. Al instante Ragnarok apuntaba la frente de aquel hombre, que no había hecho ningún ademán de sorpresa, ni mucho menos de defensa.
- Veo que sigues tan desconfiado como siempre Doc. – la voz sonaba divertida, casi se convertía en una carcajada traviesa a esas horas de la noche.
- Si algo he aprendido con el tiempo camarada, es a no fiarme de los piratas. – el anciano apartó su espada y agarró fuertemente el brazo que se le tendía.
- Sube viejo. –
La noche ya estaba muy avanzada como para continuar el viaje sin un merecido descanso. Auron contemplaba el adoquinado maltrecho que sus pies pisaban, y rezaba por que el camino hacia la ciudad de las luces fuera un poco más fácil de andar. Fácil de andar era un término que tan sólo unos pocos hombres de mar comprendían. En tierra firme se veían perdidos, enclaustrados por los límites bien definidos del terreno, todo aquello que no se podía navegar no era sencillo a sus pasos.
- En qué anda tu mente esta vez Doc? – La sombra del acompañante se alejaba del mismo modo que la primera cordialidad recibida.
- Sabes que voy a París. Te avisé antes de partir. He de ayudarla. –
- Ragnarok se debilita tanto que necesitas salvar doncellas en apuros? –
- Puede ser.
- Jajajaja. Siempre me rio contigo camarada.
El anciano se felicitaba por haber encontrado tan pronto un amigo en aquel lejano paraje. Admiraba la forma de aquel hombre alejándose en la oscuridad. Todavía cansado por tantas horas de viaje, su entendimiento flotaba como si de una brizna de espuma se tratara.
- Espero que llegues pronto a París compañero.
- Lleguemos.
- Aún tengo que resolver unos asuntos que requieren un poco de atención.- el caballero misterioso reía mucho más de lo que el doctor había hecho en toda su travesía por el mar.
- Te veré en alguna taberna alcanzo a entender no???
- Sin duda.
Estrecharon las manos, y el doctor enfiló el camino hacia la posada que le abrigaría esta noche, mientras seguía soñando con susurros en las tinieblas.
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