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Se adivinaban los ladridos de los guardianes fieles a sus castillos, allá en la lejanía. Marcos sólo deseó que no fuera culpa de Verne aquel alboroto. Una cicatriz más, y aquel pendejo se descosería por los flecos, dejándole más sólo si cabe. El lamento del mar agonizaba con el susurro del viento, intentando advertir al muchacho de lo que se avecinaba. Distraído, éste había sacado el yo-yo, y lo balanceaba taciturno ante sí. Baja y Sube. Baja y Sube. Él nunca subía. Y cada vez se hundía más hondo. Prueba de ello era el espanto que había sentido al imaginar perder al odiado compañero de piso. Unos años atrás hubiese hecho lo que fuera por hacerle desaparecer. Y ahora se preocupaba por el gato. Mientras el artilugio oscilaba, recordaba todas las experiencias compartidas con GV, y lo penoso que era sentirlas las más apasionantes desde su emancipación. Envuelto en una muerte con la soledad del romántico, su mirada disparaba sollozos no correspondidos por el Mediterráneo. Demasiado se había quebrado su quilla. Un timón oxidado ingobernable se burlaba de su destino mientras dibujaba muecas sobre la marejada de sus pensamientos. La vela cuadra, la latina, el trinquete, y todo lo demás hundido en el fondo del corazón. Una malla de arrastre lo sumergía todo con el tiempo. En aquel lugar que tememos adentrarnos, pero al que debemos acceder para recuperar parte de la embarcación perdida, y así seguir navegando medio decentes. Mas si obviaba toda la procesión de imágenes martirizantes, aquella era una buena noche para sincerarse con las estrellas. De hecho aquella noche habían acudido más que de costumbre. Agolpadas ante él, parecían asomarse por una estrecha ventana azul marino que rasgaba el horizonte. Les hablaba de París, de Natalia, de cómo cada vez soportaba mejor al felino, de aquellas luces verdes de Buenos Aires, del término “aprendiz de Impresionista”… Mejor hablarlo con ellas. Siempre responden con la misma intensidad de luz, pero al menos no te roban la tuya propia. No podía decirse lo mismo de las personas que conocía. Siempre moldeando su resplandor para según que objetivos o intereses. Hipotecando la imaginación con proyectos de vida de papel de plata. Se los podía moldear, pero nunca volvían a ser como antes. Se imaginó un montón de arcilla seca, y comprobó sonriente la realidad de sus allegados.
El sonido de unos pasos aproximándose levantó el sino de sus pensamientos. Fijó su vista en la tenue luz desprendida por las farolas que formaban aquel paseo, mas nada encontró que no conociese. Vestían una fila mate que alzaba sus destellos al cielo. Las palmeras distribuidas azarosas le enseñaban sus ramas inocentes, descubriéndose como lo haría un ratero cazado. Una bruma imperceptible bailaba con las sombras como años atrás hizo él mismo, con la sombra de una princesa al ritmo de Gardel. El clavel rojo semejaba una herida que pronto acompañaría a esa oscuridad. El morado de las baldosas se oscurecía en las aristas que no alcanzaba la iluminación, debilitada por el salitre acumulado. Reflejos ocres se desprendían del yoyo cual llanto que se anuncia próximo. Todas las señales que le rodeaban trataban de enmarcar aquel halo misterioso, que cada vez se respiraba más intenso. Resulta complicado descifrar las sospechas funestas. Siempre condicionadas por el miedo a lo desconocido, por fobias ocultas, por sueños que jamás deberían recordarse… De un salto bajó a la arena de la playa, tratando de acercarse de forma inconsciente hacia la protección del mar. La arena atrapó sus pies cómplice de asesinato. Había un gran agujero que con la penumbra era imperceptible, y que ahora le hacía hincar la rodilla rindiendo pleitesía a la majestuosidad del Mediterráneo.
- ¡Maldita sea! – maldecía entre dientes mientras sacaba los pies del hoyo todavía húmedo de maldad.
Algo había cambiado.
Contempló su sombra esparcida por las dunas y al fin divisó la anomalía. Las pulsaciones se dispararon intentando escapar de aquel terror anónimo, que quebraba su perfil en la arena. Lloraba todo el tendido de estrellas conocedoras del drama que se avecinaba. Un olor fétido le envolvía por momentos, viciado de maldad; se colaba por sus fosas nasales haciéndole amagar varias náuseas. Giró en redondo y una mano huesuda golpeó su mejilla con una brutalidad inusitada. La superficie yerma le acogió con descaro. Intentando rehacerse Marcos lanzó varios golpes que tan sólo encontraron la resistencia del viento. Una sonrisa podrida susurró un aliento cavernoso sobre su cara. El muchacho temía perder el conocimiento en cualquier momento. Todo se difuminaba y volvía a enfocarse peligrosamente. Cogió arena y la lanzó desesperado sobre el agresor que la esquivó con presteza. Su pupila se encogió de pánico al contemplar el brillo metálico de una hoja mellada. La primera acometida fue solventada por pura casualidad. Los brazos alargados desestabilizaron al atacante haciéndole rodar hasta las tablas dispuestas en la entrada a la playa. Y más afortunada vileza la suya, cuando el objeto punzante quedó enclavado entre los maderos cercanos. Furioso, el sombrío asaltante murmuró algo que congelaba la sangre en su salida del corazón. Un sonido viperino, rasgado de enfermedad y embebido de sadismo, transformaba en miseria cualquier esperanza que se pudiera albergar. Su último ataque iba a alcanzar el objetivo. Alzó los puños y por un momento, Marcos pudo verle con claridad. El rostro lleno de recovecos, una nariz aguileña y una piel maltratada de cicatrices servían de máscara a aquel demonio. El pelo era muy escaso, como aquellos desiertos en los que la vegetación se niega a aparecer por saber cual será su final. Tan sólo unos mechones colgaban de ese cuero poroso. Los dientes ensuciaban todo lo que en ellos se reflejaba. Mas lo que petrificaba el entendimiento eran sus ocelos. Plagados de cuervos, eran el último mensaje que debías leer antes de morir; y no era nada acogedor. Un desconocido que conocía tus temores, o que al menos, conseguía plasmarlos en su mirada. Sin embargo, a pesar de la imagen improvisada que había decidido tomar la muerte, Marcos creía conocerle. En lugar de presentar resistencia al siguiente asalto, buscó en su memoria aquella efigie. Justo en el instante que se le antojaba primordial para su supervivencia, su imaginación volvía a jugarle una mala pasada. Su cabeza volaba en el éter ataviada con pipa y gabardina, escrutando la atesta. Y segundos después, por los suelos, con una linda brecha; que al fin teñía de rojo el tango que desde hacía un tiempo estaba sonando. Nunca le niegues un clavel a las tinieblas.
Una voz desconocida le sacó del coma argentino.
- ¿Qué te ha pasado? – sonaba rota, cansada. Tonalidad femenina sin duda. Pero envenenada de algo que aún no comprendía. Como pudo, balbuceó en arameo mientras la saliva le refrescaba su boca seca.
- ¿Quién te hizo eso? – de nuevo sonó grave, con un color angelical.
A Marcos le parecían despojos de su perspectiva ante el fin. Aquel sonido tan lindo, el mareo, la sensación de estar envenenándose… Un ensueño antes de morir. Mas unas yemas frías le palparon en la mejilla, resucitando a su parte consciente. Abrió los ojos reaccionando al cambio de temperatura. El cielo cian apretaba nubes sobre la silueta de su salvadora. Nada de tiaras. Ningún signo de virtud divina cubría su rostro. Contempló todavía aturdido la neblina que brotaba de aquella sonrisa y vio una cara desdibujada por muchas maldades. Los ojos marrones y ojerosos confesaban tantas cosas de golpe, que asustaba mirarlos de seguido. Facciones bonitas pero rotas, intentaban ser amables. La suciedad se había apoderado de su imagen, y se filtraba por todas sus comisuras. Al desaparecer la niebla pudo ver el hollín (le gustaba pensar que era hollín), que cubría parte de la dentina. Una nariz alargada respiraba trabajosamente incluso a esas horas de la mañana. Adornada con un piercing, tampoco se libraba del negruzco maquillaje. Aquel semblante, cetrino de cansancio; guardaba muchos secretos inconfesables. Tantos como bondad en sus delgados pómulos.
- ¿Don… dónde estoy? – esa vez sus palabras sonaron más claras, y la mujer reaccionó ante el cambio con una sonrisa de terciopelo. Intentando concentrar su atención en un punto, se pasó la mano por la frente; tocando para su asombro sangre reseca, coagulada con granos de arena. Un fuerte dolor se apoderó de él en aquel instante. Lo atravesó como un relámpago fundiendo su conciencia. Oscuridad.
El faro de Barcelona abría el camino en la penumbra marina. Apoyado en proa, disfrutaba de la sensación de libertad que regalaba el mar al marino experimentado. Unas gaviotas volaban cercanas llevando en sus picos las tapas de sus novelas favoritas. Las veía alejarse y la desazón se apoderaba de él. Podridas las alas de tristeza, las aves caían lentamente y eran engullidas por las olas junto a las viejas tapas. Horrorizado se lanzaba al océano mientras escuchaba gritos de “Hombre al agua! “, “Coger el timón!”, “Virar!”… Allí estaban todos los personajes de la isla del tesoro maniobrando ahora un galeón gigantesco. Giró la vista y encontró al náufrago de García Márquez devorando una de sus amadas gaviotas. Subía a la barcaza y se enzarzaba en una disputa por salvar al animal. Aquel andrajoso gritaba: “Un tiburón, Socorro!”, al tiempo que pataleaba intentando quitárselo de encima. Pronto se esfumó aquella cáscara de nuez dando paso a un mar en calma. Viajaba de un lado a otro entre imágenes novelescas… mientras el dolor de cabeza volvía a aparecer. Una punzada brutal aprendiz de salvavidas, le hizo despertar.
Ante él, un muchacho vestido con un chaleco rojo fluorescente que rezaba “SAMU”, limpiaba con un algodón la sangre que seguía manando de su herida.
- ¡Despertó! – aquel grito sonó opaco de sentimientos. Una mirada profesional le escrutaba y ayudaba a incorporarse.
Otro médico más, le hacía la exploración pertinente para ver si tenía alguna función neurológica afectada. Respondía a las preguntas formuladas con la escasa lucidez que le proporcionaba su actual aturdimiento. Muy confuso es el tiempo que avanzó sin avisarnos pensaba. Poeta de tragedias, le encantaba.
Todo sucedía muy deprisa. Dolorido y desvalido de conocimiento, fruncía el ceño, sin aclarar la vorágine de aturdimiento en la que se encontraba su espíritu. Al tiempo, esos desconocidos le seguían hablando y retocando los destrozos del envite. Admiró la profesionalidad de aquellas personas hasta que sin avisar (o quizás si, mas él nada escuchó) uno comenzó a cerrarle con puntos la herida. Maldita rueca de hilar la que esgrimía con sus torpes manos. Estuvo a punto de sugerir que él mismo se los pondría en casa, cuando la vio alejarse.
Un pelo sucio luchaba por volar con el viento, anudado con un coletero, grillete de miseria. Una simbiosis entre ninfa y ángel caído roían su figura en el horizonte. Se empequeñecía mientras los ojos verdes escrutaban algún detalle con el que pensar más adelante. Nada. Con cada puntada del ATS aquella dama daba diez pasos hacia el olvido. El betadine bajó el telón de la distancia haciéndola desaparecer. Los sanitarios intentaban convencerle para que acudiese al centro de salud que estaba a apenas un kilómetro de allí. Su mente intentaba convencerle para que acudiese al infierno que se alejaba a apenas un kilómetro de allí. El resultado fue unos cuantos agradecimientos y el retorno entumecido hacia casa. Sin embargo, tuvo que soportar unas cuantas réplicas más hasta que le dejaron solo. Se dejó caer en la arena y contempló las olas, intentando reubicarse en su playa.
El jifero le había robado todo lo que llevaba encima. Palpó con nerviosismo la chaqueta manchada de sangre sin encontrar nada. Su respiración se volvía a entrecortar. Dio un salto desandando el camino, empero un policía le cerró el paso.
- Buenos días. Hemos recibido un aviso por parte de una ambulancia acerca de un asalto nocturno.- El agente cerró las formalidades para contemplar el aspecto que Marcos ofrecía. Una ojeada le bastó para situarle como víctima del mismo, antes de continuar con la monserga.
- Por favor necesito ir a mi domicilio.- el muchacho se apresuró en cortarle con la mente puesta en su buhardilla.
- Me veo obligado a pedirle una completa descripción de lo sucedido, y que me acompañe a comisaría para denunciarlo. – ninguna capacidad de comprensión se desprendía de sus verbos. Marcos suspiró.
- No hay nada que declarar. Me golpeé contra una tabla anoche, después de beber demasiada cerveza.- las últimas palabras exclamadas en tono burlesco pretendían zanjar la conversación. Aquel no entendía nada.
- ¿Unos tablones con forma de puño? Usted sabrá lo que hace. Pero le insto a que me acompañe, ya que nos ayudaría a descubrir a un agresor que andamos cercando tiempo atrás. – ni con la postura más solícita conseguía ser amable el policía. Mordisqueaba un bolígrafo emulando a algún detective televisivo.
- No ha habido agresor. Puede interrogar a esos maderos. Entre ellos encontrará al culpable. – de pronto un centelleo cerró los párpados del muchacho advirtiéndole que se dejaba algo importante en el camino. El agente Rodríguez (eso rezaba su placa), lo advirtió. Otra sonrisa de magacine afloraba de su bigote recortado.
- ¿Le ocurre algo? – Torcía un poco el gesto para avistar la reacción suscitada.
- Ando muy dolorido y mareado. Me gustaría que me dejase sólo, y prometo pasarme esta misma tarde por comisaría para hacer la denuncia. ¿Estamos? – la voz agriada por el tránsito de ideas que se atropellaban en su cerebro, resultaba realmente molesta. Su interlocutor maldijo entre dientes.
- Oiga le puedo acercar al centro de salud y más tarde nos pasamos por la central. – último ofrecimiento decente que se vertería esa mañana.
- También puede hacer algo útil e investigar la escena del crimen. – Marcos se agarraba la frente fingiendo resignación. Señaló un contenedor de vidrios que estaba apostado unos cien metros de los parlantes. El agente consideró la opción como válida, y con paso triunfante marchó hacia allá sin antes sentenciar.
- Espéreme un momento. -
- No lo dude.-
El policía se giraba de tanto en tanto para comprobar que conservaba al testigo. Marcos daba pasos distraídos con los brazos cruzados, buscando el objeto de celo con el agente. El brumazón se estaba transformando en un calor sofocante, al que no ayudaba la tensión por volver al piso de la avenida Malvarrosa. Pestañeaba ansioso por encontrar la única pieza rota del puzzle. Al fin la encontró. Enclavado en la arena, un saliente había estado mofándose del cuerpo de la ley con una singular destreza. Se agachó con disimulo y sacó de su tumba a quien intentó matarle horas atrás. Un machete de mediano tamaño terminó de asomar entre el tablado. Vagamente recordaba al atacante. Rememoraba lo sucedido y el terror por la dureza del matarife acaparaba toda iniciativa de escrutinio. Sabía de la suerte que le había protegido de aquella pesadilla y a pesar de ello, no conseguía dejar de temblar al evocar la figura sombría. ¿Cómo entonces había olvidado su arma? Tenía demasiada adrenalina todavía en sus venas como para asimilar toda la información que le desbordaba sin sentido. Noqueado escondió el filo en la chaqueta y con paso presto se alejó de la verdadera escena del crimen. El torpe agente Rodríguez disfrutaba anotando en una libretita, textura y tamaño de los cristales rotos.
A grandes zancadas cruzó la recién asfaltada calle Pavía para adentrarse en la urbe valenciana. Unas cuantas personas cruzaron la vista con su aspecto demacrado, sin ningún intento de auxilio. Nada le sorprendió aquello. Giró en una esquina reseca de viejos carteles pintados, y tomó Vicente
- ¿Una mala noche Marcos? Pensé que al menos conservabas el pudor de enfriar las resacas en la intimidad. – Claudia, la extraña psicoanalista que vivía en el bloque enfrentado con su casa le miraba con curiosidad, cargada de bolsas de la compra.
“Lo que me faltaba”… Seguía escuchando el chapoteo del metal unos metros por debajo del nivel del mar, al tiempo que tentaba la verticalidad. Allí estaba aquella belleza rubia, con su camisa blanca blandiendo escote y las niñas grisáceas de sus ojos perforando su romanticismo. Debía tener un aspecto deplorable, porque la respuesta que le propinó con la mirada aquella sílfide freudiana, era cualquier cosa excepto trivial.
- Marcos deberías retomar los estudios. Te veo muy desmejorado. – Guiñó el ojo con una maldad infinita, a la vez que susurraba una perversión al oído del muchacho. Para eso estaba él ahora. Para perversiones.
- Oye Claudia, esto… He vuelto a perder mis llaves. – más convincente no podía sonar. La fémina lo observó con naturalidad, después de haber escuchado esa misma versión en infinidad de ocasiones. Deslizó la delgada mano en su bolso, y de allí extrajo un llavero con una pluma rosa colgando.
- Aquí está la tuya. – dijo mientras señalaba una pequeña y hosca. – Devuélvemelas más tarde y continuamos con el tratamiento de acuerdo ¿?- sonreía maliciosa, y las feromonas embozaban el poco entendimiento sano que quedaba en el muchacho.
- Por, por supuesto. – tartamudeó a propósito para hacerla vencedora del lance.
Aquellas caderas se contonearon hacia la otra vertiente de la avenida, atrayendo decenas de ojos distantes. Matices perla fingían virginidad en su pelo. Una gran actriz sin duda. Desfilaba sobre la alfombra roja tendida por cualquier hombre que se le acercara, la pisoteaba con gracia, y con suerte, te sonreía de soslayo. En cambio con Marcos era diferente. Éste le había abierto su mente sin pudor alguno, mostrando un mural de caricias perfeccionistas, que ninguna amante autodestructiva habría dejado pasar.
Se perdió en el interior del portal vecino, y la cabeza aletargada retomó la vorágine que había dejado aparcada. Balanceando el clavero cogía fuerzas de donde no las había mientras se acercaba a su portal. Enfadado por su torpeza anterior, asía fuertemente el llavero contra la cerradura, no fuera que también se le evaporara con aquella humedad. Abrió la puerta con presteza y subió los escalones de tres en tres, recortando segundos al reloj. Casi sin aliento llegó al rellano de la puerta seis; la suya.
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