-3-
La puerta se abrió con un lamento. La entrada le devolvía la mirada asustada por fantasmas a medianoche. Todo en orden. El perchero heredado de sus abuelos agarraba con fuerza chubasquero, paraguas y bolsas de mano. Marcos seguía en el umbral sin atreverse a mirar más allá. El corto pasillo estaba con la misma astenia que quedó al marchar. Avanzó unos pasos y vio a su izquierda la puerta del cuarto de baño cerrada. El marco, encuadrado en ese dimorfismo de talla que él mismo había mancillado, apuntaba al salón con sus grietas de anciano. Obvió inconscientemente la sala principal (de no más de tres metros cuadrados), y entró primero al trastero que quedaba justo a la derecha de la recepción. Trastos viejos ocupaban el graderío de estanterías, hinchas del desorden. Folios almacenados sin escrúpulos en cualquier superficie, hacían de equilibristas en aquel peculiar circo. El escritorio mojado de lapiceros estaba como siempre. Desempapeló todo con la mirada, y justo cuando se volvía hacia la puerta, algo se movió en las sombras. Su cuerpo violentó tensión hacia el nuevo sonido, preparándose para una nueva acometida. Mas nada de esto ocurrió. Alineando párpados con ingenio buscaba en vano al causante. Terminó por atribuir a su estado emocional todo aquel embuste y siguió con la comprobación. Andaba con pasos inseguros, cautos de terror por lo que pudiera encontrar, respirando latidos que se aceleraban por momentos… cuando, sin previo aviso; algo le trabó las piernas haciéndole caer. Besó las baldosas al tiempo que no quitaba un ojo del perímetro cercano. Y allí le encontró.
Gato Verne había decidido jugar con sus bambas justo en aquel instante. Se había enredado en ellas, y además, le había propinado un arañazo en la pierna al sentirse en peligro. Sabio instinto de supervivencia que siempre generaba desconfianza en todo lo que rodeaba al pequeño felino. Murmurando maldiciones en egipcio antiguo, Marcos retomó la verticalidad apoyando un brazo en la mesita de recepción. Se sentía bastante ridículo por su actitud de infante temeroso. En cualquier otro momento, el gato tan sólo le habría hecho tropezar lo mínimo para zarandearle con desidia y algún bombón de gruñidos. Pero sus piernas flaqueaban. La valentía de sus novelas se perdía en el papel, y era obvio, que ningún aprendizaje se había destilado de tanto tiempo compartido.
Enfurruñado, Verne le contemplaba desde la sala de estar contigua a la cocina esperando algún tipo de disculpa. El muchazo extendió el dedo corazón como respuesta. GV siseó por lo bajo crispando el pelaje ante la provocación vertida. Marcos avanzó conciliador conocedor de las malas artes de su compañero de piso. Se dibujó la expresión más afable que pudo en el rostro y extendió el brazo para suavizar el obtuso lomo. El gato se giró ofreciendo el trasero al pacto de paz, y con pasos que taimaban la lentitud, abandonó victorioso el campo de batalla. Maldito elemento. Lo de darle la espalda era un golpe bajo que antes o después pagaría. Seguro.
Aquel encontronazo con su odiado amigo le hizo respirar normalidad, ayudándole a tranquilizar sus movimientos. Se adelantó unos pies para seguir con la inspección. Terminó entrando en el comedor contiguo a la cocina (que no era el principal, sino uno destinado a cenar en horas bajas, apilar libros los días de limpieza, o jugar una partida interminable al póker consigo mismo). Las sillas caoba se camuflaban con la pintura de la buhardilla, atravesadas bajo la mesa necias de aburrimiento. La gran mayoría llevaban años sin ser utilizadas y, por lo que veían y oían, no les esperaba un futuro muy alentador para sus asientos. La mesa pretendía estar limpia, pero siempre conseguía almacenar migajas de las comidas anteriores, con las que enseñar a Marcos la triste cotidianidad de su vida. Cuando uno se acostumbra a ver su comedor a medio recoger, nada bueno te espera para el día siguiente. Continuó desnudando todo con la mirada, buscando alguna pista que seguir; pero su hogar continuaba siendo la confortable creación de un genio loco venido a menos. Algo así como un poeta sin pluma, o peor aún, sin lugar donde escribir; sin más remedio que almacenar versos devoradores de fantasía.
La cocina le reprochaba con platos sucios su dejadez. Breve visita hecha, aquella de quien mira para otro lado; sabedor de que las cosas que queman hay que observarlas de reojo, y en poca cantidad. Y no hace falta que se nombre la desazón que mordía hambrienta en su subconsciente, cada vez que comprobaba el desastre de existencia en la que vagabundeaba. Mendigo de oportunidades. La suya había pasado hace tiempo. Y ni tan siquiera recordaba haber anotado su número de teléfono ni dirección. Era penoso. Pero era así. Aquel exhaustivo registro holmesiano cargaba de diapositivas de desaliento la realidad de su existencia. Aunque, existencia era una palabra demasiado larga para lo que había vivido. Subsistencia como premio de consolación.
Marcos era una de esas personas geniales en ocasiones y, en otras tantas, en demolición inminente. Los artificieros colgaban la dinamita con soledad por su cuerpo. Pequeñas explosiones cada vez herían más hondo. Y el no tener a nadie a quien recurrir mas que a un felino aprendiz de pantera, incendiaba demasiadas mechas. Lo jodido era que las incendiaba. Si tan sólo las encendiera, buscaría como cortarlas cerca del explosivo. Pero cuando todo ardía, siempre saltaban chispas que escapaban de sus oxidadas tijeras de cortafuegos.
La visión de una sombra oscilante proveniente de su dormitorio, le sacó de su hondo desánimo. Un tirabuzón oscuro que se movía allá adentro. Armando de inteligencia los ojos calculó todas las variables antes de volver a dar un paso en falso. Recordó los objetos que podrían producir aquella silueta que danzaba en las baldosas iluminadas por el sol de otoño. Por lo que adivinaba, debía de estar sujeto a la pared junto a su ventana, concretamente a la derecha; más cercana a la cama que al corcho de recuerdos. Las cortinas eran ya presa de los infiernos del mal gusto, así que sólo le quedaban los cuadros de Monet en Honfleur., y tal vez alguna nota que no quería encontrar. Esperó medio escondido entre el marco de la inexistente puerta de la cocina, intentando entrever cualquier otra anomalía. Algo le rozó la pernera del pantalón, y esta vez, ya puesto sobre aviso, reconoció fácilmente a GV; que también asomaba medio cuerpo hacia la escena que él contemplaba. Allí estaban los dos, arrimando el hombro ante lo desconocido. Cómplices de alquiler que se veían obligados a colaborar.
Finalmente tomando la iniciativa de quien debe una disculpa, GV avanzó sigiloso hacia la entrada de la estancia. Se asomó distraído, y al no parecer encontrar nada que lo satisficiera, arrastró sus andares victoriosos hacia su cajita de arena. Donde por supuesto no hizo sus necesidades, sino que escarbó aburrimiento. Agarrándose la cara con una mano, el muchacho trataba de introducir en su entendimiento el asalto sufrido. No era nada excepcional. De hecho se sentía bastante afortunado por la de ocasiones en las que la suerte le había desviado unas calles de soslayo, para no ser blanco fácil de ese tipo de habitantes de las sombras. Se rascaba la incipiente barba con gesto adormecido, como si el cansancio se hubiera acumulado de golpe contra su instinto aventurero, noqueándolo; y devolviéndole al silencioso lamento de su mediocridad. Maldiciendo la desdicha de haber sido atacado, pero ya más consciente de la exigua singularidad de tal acción, apartaba elucubraciones mientras destensaba los músculos del cuello. Bonita preparación para lo que estaba a punto de ver. Unos metros más adelante dejó de moverse. Petrificado, con la mano tapando su boca abierta por la incomprensión, admiraba el inicio de aquello que terminaría por acercarle tanto a la muerte, como para jugar con ella a una partida de dados con final incierto.
Los dos cuadros del pintor Impresionista estaban rasgados, destrozados por todos sus matices, el asesinato de la belleza del paisaje. Colgaban los lienzos, balanceándose con el viento que se colaba por la ventana entreabierta. ¿Qué sandez significaba eso? La preocupación volvió a remar a favor de la marea, adentrando su miedo hacia un mar demasiado profundo. Comprendía algo de todo aquello. Pero era tan lejano que asustaba rememorarlo. Empujado por las malas nuevas, corrió esta vez hacia el teléfono marcando atropelladamente un número que recordaba de memoria.
Los tonos sonaron como las campanadas de la tragedia que se estaba interpretando. Nadie contestó. Colgó nervioso y se introdujo en el salón. Allí la sorpresa no tuvo lugar en sus sensaciones. Triste confirmación de sus temores. El lienzo de los nenúfares roto sobre su sofá.
Aquella tarde transcurrió entre llamadas sin respuesta y sonidos extraños en las rendijas de su hogar. Sopesó el alcance de las circunstancias. Deseó no acertar en el diagnóstico, mas si escuchas trotar, pensarás en caballos y no en cebras, le decían en la carrera. Y mucho menos en unicornios. El problema es que el equino tratado pretendía cocearle lo poco sano que quedaba de su vida, hasta deshacerse de él en la zanja más cercana. La situación no era desesperada. Ni mucho menos inesperada. Pero si peligrosa. Y mucho.
Jamás imaginó que aquello volvería. El pasado te abandona con billete de ida y vuelta. Y aquel se había abonado a su estación. No podía tratarse de ninguna estúpida coincidencia. Aquello tenía un propósito claro. La pieza del agresor no encajaba demasiado bien en aquel puzzle olvidado en el desván del miedo. Pero la muerte de Monet, era suficiente insinuación para comprender que los demonios siempre vuelven cuando no tienes un ángel de la guarda en la puerta de casa. Y él para este tipo de personajes… debía de tenerla abierta de par en par.
Se arrastró por su vieja agenda de teléfonos, acariciando las páginas con cada nombre que le transportaba hacia una sonrisa. Al final llegó a
La avenida Malvarrosa siempre le satisfacía. El devenir de autos en una sola dirección, adentrándose en la ciudad ilusionados con llegar a casa le provocaba una calma ficticia con la que no pensar demasiado. Se abrochó la gabardina dejando los dos últimos botones al desahogo, y anduvo con la mirada gacha por las conocidas aceras. Cruzó un pequeño paso de peatones, dejó a su derecha una parada de autobús, y sorteó una papelera rota, que estampaba un collage de basura en el suelo. Antes o después tendría que cambiar de lado. Asegurándose de salvar la vida en el tránsito hacia las tiendas de enfrente, dio unas cuantas zancadas con aires de misterio londinense, hasta encontrarse con la puerta de José Antonio Llavero. “Arreglos de zapatos, llaves y cerraduras” rezaba el cartel de la entrada. La figura de un cangrejo muy gracioso cargado de claveros te invitaba a entablar una mínima conversación con el dependiente. J.Antonio “El llavero”, era el hijo de un famoso calafate de la zona, ya retirado y con el Alzheimer devorando sus neuronas. Mas esa condición de primogénito de alguien tan importante (su padre, Don Juan Claver; era más respetado que la virgen de los desamparados), le hacía poseedor de una fama que atraía ella sola el negocio. Si a eso le sumas la afabilidad de su rostro, tienes el comercio perfecto. Si hubiera tenido que invertir en algo, sin duda alguna habría elegido aquél doctor de cerrojos. Y para variar, la tienda hasta los topes de contertulios variados, de linajes marineros y agricultores, disfrutando del devenir de las horas. Marcos saludó a la concurrencia con un gesto educado del sombrero. Peculiar vestimenta la suya si se comparaba con el foro ante el que se encontraba. Camisetas de tirantes de color blanco que asomaban debajo de las camisas usadas, chaquetas gastadas por el frío y la tierra, pantalones de pana empanados de ancianidad… Todo espolvoreado de honestidad y amabilidad. Así que al fin y al cabo, daba lo mismo lo que le cubriera, mientras se mostrara educación hacia los presentes.
“El Llavero” alzó el brazo apuntando al muchacho y gritó entre sonrisas: “¡Ara vaig xiquet!” (¡ahora voy chico!), mientras terminaba de lustrar unos botines que la sra Carmen abrazaba con su vestido de visón. Sin darse cuenta, Marcos formaba parte de aquel ecosistema tan singular que era el barrio de
Con unas palmaditas en la espalda, J.Antonio “El llavero”, aceptó como válida la excusa de una vulgar pérdida del juego de llaves en el autobús, y prometió pasarse cuando cerrara a eso de las ocho y media, con el crepúsculo ya escondido. Le quedaban dos horas vacías de contenido esperando ser rellenadas. Salió airoso de conversaciones triviales con el forum dialectum (así llamaba al grupo de gente que allí se congregaba), y embotado de preocupaciones avanzó hacia su paseo marítimo. Misma ruta, mismo destino. Tenía que intentar que el viento se llevara al horizonte todo su pesar. De alguna manera, hacerlo desaparecer hasta que se volviera a presentar de improvisto. Pasó frente al escaparate de una droguería, y giró un recodo ya iluminado por las farolas más puntuales de toda valencia. Andaba a grandes pasos, lanzado contra el mar como único salvavidas del oleaje que sabía se le venía encima.
- ¡Marcos! – una voz femenina que reconocía perfectamente se coló por el alto cuello de su gabardina.
Se dio lentamente la vuelta, y pudo contemplar de nuevo a la musa del infierno. Con la misma camisa blanca de esa mañana, aunque envuelta en una chaqueta morada muy discreta, la perversión femenina avanzaba hacia él con botas de tacón alto. Instintivamente se protegió cruzando los brazos ante el busto que se acercaba, aquellos ojos que lo desnudarían de nuevo, los labios que se comerían la pasión que albergaba su romanticismo… No era el mejor momento para que Claudia se encaprichara con él. Y sí, un encuentro podía ser fortuito, pero dos… era demasiado trabajo para una diosa fortuna que hacía tiempo se había olvidado de él. Ya enfrentados, contempló de nuevo las facciones angulosas de aquel bellezón. Sus ojos ingeniosos y traviesos, atractivos por la madurez y convicción que esgrimían. Las botas también moradas conjuntaban perfectamente con la pequeña chaqueta. Unos pantalones negros que encajaban mejor que en el maniquí del sastre, guindaban a la mujer. Conocedora de sus encantos, soltó la coleta que atrapaba su cabello, dejándolo ondear vencedor en el viento hasta que adoptó su forma natural. Con una ingenuidad de antifaz confesó.
- Esta mañana te he visto tan atractivo que no he podido resistirme a espiarte
desde la ventana de mi habitación. – todo retocado con una delicada muesca en su labio inferior, una sonrisa velada, y una mano demasiado inquieta. Había que admitir que nunca jugaba al empate. Esa declaración podría haber tumbado al más sobrio de los caballeros. Y llegaba en aquel preciso instante.
- Ando metido en un problema que no lo ha generado mi mente. Estoy
bastante preocupado Claudia. Lo nuestro terminó. – mostrarse el más seco e imbécil de la faz de
- No quiero relacionarme con un loco. Sos peligroso cabashero. – acercó su
boca hacia su barbilla, intentando morderle la perilla. Él la esquivó mostrando sus verdaderas intenciones. El juego de engaños era un divertimento que no podía concederse tal y como estaban las cosas.
- Necesito hablar Claud. ¿Tienes una hora libre? – la cogió de la mano para
resultar lo más convincente posible.
- Pensaba pasarme hasta la madrugada contigo. Una hora no sé si será
suficiente. – se mordía el labio inferior. Demasiada efusividad. Marcos se olía algo turbio detrás de todo aquello. Y sólo faltaba que lo que fuera arrastrado por aquella vampiresa entrara en escena.
- ¿Te ocurre algo?- y aquí estaba su principal defecto. Si él no tenía ya
bastantes problemas, poseía un extraño don para cargarse con los de los demás, aliviándoles del dolor.
De pronto, la mujer se tambaleó. Comenzó a temblar y apartó su rostro para que éste no pudiera verlo. Un llanto desconsolado afloró de sus pulmones. Desesperación, nerviosismo, euforia, desasosiego. Todo mezclado y bien revuelto con una falsa seguridad en sí misma. Temblaba mientras no dejaba de sonarse la nariz con un cleenex de color rosado, último grito en pañuelos. Se acercó por su espalda, y la abrazó fuertemente, sintiendo aquel cuerpo perfecto medio perdido en sus brazos. La giró para verla un poco mejor. Nunca había tenido aquella expresión de abatimiento en su mirada. Es curioso lo que puede llegar a producir un simple “¿Te ocurre algo?”, en alguien que tan sólo espera escuchar eso. La volvió a estrechar firmemente, y decidió invitarla a uno de esos helados Häagen Dasz que tanto adoraba.
Entraron en la horchatería “Tío Pepe” pasados diez minutos del primer encuentro. Más relajada la situación, y recompuesta la desolación inicial.
Aludiendo que prefería tomar algo líquido, marcharon a aquella vieja horchatería, a saborear dos de esas bebidas que sólo en valencia puedes encontrar. Se acomodaron en la incomodidad de sus asientos, y tras un intenso silencio adaptativo, Claudia volvió a llorar.
- No es justo – algo así balbuceaba entre sollozos, con el albo refrigerio
observando atónito. Su pelo se convertía en una greña incómoda de ver en el marco de su belleza. – No es justo que ocurra Marcos- repetía una y otra vez aquella oración desiderativa de protección.
- ¿El qué exactamente? – con ella siempre era mejor ir al grano. De lo
contrario, era una mesa de ping pong dispuesta a devolverte las pelotas tan escoradas y jodidas, que no volverías a utilizarlas en dos semanas. En el más amplio sentido que se le pueda otorgar a esta afirmación.
- El Marqués me ha expulsado de casa. Me ha tildado de puta francesa! – Los
labios arrugados, los ojos rojos, las mejillas desencajadas.
- Ya era hora de que lo hiciera. – valiente sinceridad a destiempo. Ella sonrió y
le pasó la mano por la barba.
- Eres un encanto pequeño. – Reía casi temerosa de hacer otra cosa que no
fuera sumirse en su llanto.
- ¿Y esta vez qué ha detonado su ira? – todo iba pasando por los estadios que
el muchacho ya conocía. No era la primera vez que era “expulsada” de su hogar por aquel villano cargado de razón. Su ex psicóloga disfrutaba analizando muy a fondo a los pacientes por los que se sentía atraída. No de una forma vana y vulgar, no echando un maldito polvo a escondidas en el despacho. Se entregaba por completo en largas noches de pasión que quedaban marcadas a fuego en sus amantes. El problema residía en que con Marcos había sido distinto. Demasiadas madrugadas abrazados mirándose. Aludiendo ella a la magia de sus ojos verdes, y él, a la atracción del diablo. Ambas eran buenas. (Marcos pensaba que la suya mejor), pero no cabía duda que aquella complicidad traía consigo consuelos recíprocos en vacas flacas. Y las de la princesa del fruto prohibido, siempre giraban en torno a los problemas con su marido.
- Nada. Eso es lo que me preocupa. Hoy fue diferente. Se levantó de su
butacón, se desabrochó el batín y me dijo : “Ves lo abandonado que tengo mi cuerpo?” mientras me enseñaba su fofa carne en ropa interior. Sentí náuseas Marcos. Náuseas de mi marido. “Lo tengo así por tu culpa zorra francesa. Vete de mi casa”. Y a ostias me ha sacado de allí. – dicho lo cual empalideció, y pareció cercana al desmayo. Sus joyas se resaltaban del tapiz desesperado que formaba su figura.
- Bebe algo por favor.- Una tregua, necesitaba un tiempo para saber hasta que
punto era verdad todo aquello. Comprender a trompicones nunca se le había dado bien. Pensaba hondamente sobre lo que le había contado. Era lógico al fin y al cabo. Pero inoportuno como todo lo que le envolvía últimamente. El viejo se tomó vendetta por tantos agravios, justo en la franja de vida que el muchacho necesitaba para sí mismo. No dos semanas antes, cuando el tedio barruntaba sus continuas pajas mentales. Ni siquiera hace 72 horas, con las ventanas cargando de dureza la triste realidad. Ahora, con una N mayúscula revoloteando de un lado a otro de su cabeza, Claudia se veía en la calle, deseosa de que utilizara la cualidad cultivada durante tanto tiempo, que conseguía arrancar sonrisas del fango que envolvía a todos los problemas. Allí frente a él, su objeto de pasión se hacía añicos sin tener ni un gramo de fuerza para soportar los fragmentos más pequeños de sus lágrimas. Ella le miraba esperando una rotundidad que protegiera su alma. Él lo sabía.
- Antes o después iba a ocurrir. – tal vez la indiferencia fuera un refugio ante
su incompetencia como amigo.
- ¿Qué te ocurre Marcos?- la mujer agarró su mano, y sin saber cómo, una
sensación bochornosa ascendió desde el corazón del muchazo hasta sus ojos, lanzando lágrimas de incomprensión hacia la fría fachada de su rostro.
- Ando algo mareado. – fruncía el ceño furioso por la poca entereza mostrada.
Apartaba la caridad de los demás con una falsa autosuficiencia. Siempre servía. Te hacía hablar menos de lo que dolía. Su perfil sin embargo no ocultaba la consternación de su situación. Estaba preocupado por como se desbarataba su trivial subsistencia, arrastrado hacia el oscuro pasado, y dolido por no poder complacer a una persona maravillosa. Y eso ella lo entendía. Se quedaron en suspenso mirándose durante minutos, con lágrimas silenciosas resbalando por su triste empatía.
- ¿A que no has comido poeta? – Claudia fue la primera en rehacerse del
réquiem lacrimosa. Su sonrisa más placentera carecía de sentido. Un escudo más para los derrotados en tantas batallas. Él no recordaba haberse llevado nada a la boca desde la pizza de la noche anterior. La escena convulsa a la que le habían empujado de nuevo, era suficiente excusa esta vez para justificar su dejadez.
- Lo he olvidado. Ya sabes. Como siempre. – se encogió de hombros
fingiendo torpeza, y ella comprendió al instante la llamada de socorro.
- Vamos arriba, te prepararé la cena. – se acercó a la barra y pagó los
refrescos.
Salieron sin entablar palabra, acercándose al portal 38, dónde “El Llavero” esperaba impaciente al despistado de Marcos. La visión del hombre con las nuevas cerraduras en una insípida bolsa de plástico blanco, recordó al muchacho la vorágine de sus últimas veinticuatro horas. Todo sucedía de nuevo. Al igual que antes que encerraran con suerte a aquel demonio. Y Natalia seguía sin contestar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario