Apuré la acera hasta encontrarme con el incesante tráfico de París. El boulevard Saint-Michel saltaba entre las vidas de los habitantes de la metrópoli, señalándoles un sin fín de direcciones a las que dirigirse. Yo hubiese preferido tomar cualquier otra que a la que mi destino me arrastraba.
La ancha calzada había amanecido ruidosa, plagada de conductores demasiado distraídos con sus tribulaciones, como para reparar en aquello que yo sólo era capaz de observar. Unos metros más adelante se encontraba el capitán Jaques Rousseau, contemplando lo que le rodeaba con aparente indiferencia. La cafetería Lutece, las tiendas de ropa cara y los establecimientos de higiene corporal se encuadran ante él. Me escondo en un pequeño puesto de periódicos, al abrigo de las páginas que jamás tengo tiempo de leer, y le observo con el mismo detenimiento y precaución, que aquella luciérnaga que se acerca a la luz, aún a sabiendas de cual será su fin.
El policía lleva su impoluto uniforme bien ceñido al excelente cuerpo de atleta que mantiene. Esta mañana ya debe haber hecho su visita matutina al gimnasio, pues parece respirar con una frecuencia de dos inspiraciones/minuto más elevada que su normalidad. La barba le ha crecido unos milímetros desde nuestro último encuentro, y su libreto de multas ha disminuido 3 cm de grosor. Unas pruebas sutiles que me lanzan hacia la evidencia de la que huyo. Sabe qué estoy aquí, está nervioso, y posiblemente descargue su frustración con las pesas y los conductores, hasta que vuelva a darme caza. A pesar de ello, sigo acercándome a la luz.
Jaques Rousseau avanza lentamente hacia la Rue Serpente, visiblemente perdido en sus pensamientos. Gira la esquina y se introduce en la estrecha vía. Los muros blanco marfil y ocre de las fachadas coloniales, no son capaces de reflejar el temor que inspiran sus taimados pasos. Sigue con determinación hacia la Rue Hautefeuille, escapando de mi alcance. Compro un periódico y las letras lloran por mi falta de atención. Usando el periódico de parapeto, intento calibrar hasta que punto puedo seguir con mis paupérrimas anotaciones. Mientras tanto, el capitán ha desaparecido de mi vista. Acelero y el corazón vuelve a querer huir de mi pecho, como acostumbra ultimamente. Jacques está justo delante de mi. El puño cerrado y la sonrisa marcada en una mueca de victoria me arrebatan la respiración.
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