Siempre me ha gustado leer cómics. Me crié con las peripecias de Superman, Batman, Spiderman, y demás atribuciones maravillosas que se pudieran sumar a un ser humano normal. Por lo que no ha de extrañar mi obsesión con convertirme en un superhombre.
Nací en una familia rica de la Ille du France, junto a la catedral de Notre Dame. Mi padre murió en el desembarco de normandía, dejando en la arena sangrienta, la última huella de cordura que podría haber rescatado a su hijo. Mi madre era apodada Mesalina, por sus discutibles gustos sexuales, y por cómo hundía nuestra cuenta bancaria, a base de engordar su leyenda en los distintos Moulins y zonas recreativas nocturnas. Aún así, tuve dinero más que suficiente para montar mi propio gimnasio, rodeándome de las personas más experimentadas en la materia. Investigamos acerca de cómo mejorar el rendimiento del cuerpo humano desde una perspectiva poco saludable. Bastantes de mis compañeros sufrieron secuelas importantes, al ser usados como cobayas en tratamientos de potenciación muscular. Pasé demasiado tiempo con remordimientos y estupideces que me atormentaban. Terminó por convertirse en una obsesión, y acepté enrolarme en el ejército para olvidar por un tiempo el enfermizo cariz que todo estaba alcanzando.
La guerra forjó mis valores. Estuve presente en el conflicto de la antigua yugoslavia, así como de voluntario en la guerra del Golfo. Contemplé atrocidades que no deberían haberse sumado jamás, a la falta de criterio con la que fui educado. Lo sé. Y gracias a ello sigo cuerdo, atrapando criminales y no degollando a los altos cargos políticos que tenga a mi alcance. Sin embargo, se me otorgó un poder que no soy capaz de controlar. Creo que tendré ocasión de poder relatar más adelante, cómo me torturaron durante más de un año sin descanso. La interminable lista de lesiones cerebrales que sufrí, y la abolición total del sentido de la compasión por mis semejantes. Me transformaron en el villano que siempre había leído con aversión en los cómics. Mi cuerpo, es capaz de sobrepasar sus límites cuando la mínima acción violenta se presenta ante mi. He llegado a romperme los dedos intentando atravesar el cráneo de un criminal con ellos mismos. Me encanta contar batallas. Pero no es el momento.
Fumo un habano demasiado viejo como para que pueda ser dañino. La noche de París se esconde de mí, y los criminales menos habilidosos saben que terminarán con una pierna rota con suerte, y en una caja de madera con mucha de esta suerte. A nadie le gusta que le rompan las piernas más de una vez. Eso puedo asegurarlo.
En cambio, esta vez puede que les deje recuperarse. Tengo la cabeza ocupada en el tipo escurridizo que ha estado espiándome últimamente. A mis 43 años, no puedo consentir que se juegue conmigo. Ya sea porque no tengo a nadie de valor que proteger, o porque me gustaría probar mi adormilado ingenio, todavía sigue con vida. Mañana en la ronda pensaré en ello.
Por cierto, a la vuelta de la guerra me hice policía. La placa es una excusa, y a mi me encantan las excusas.
1 comentario:
done!
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